En lo alto del altiplano andino, donde la vida se abre paso entre la falta de infraestructura, la escasez de agua y los efectos extremos del clima, la crianza de camélidos; llamas, alpacas, vicuñas y guanacos, sigue siendo mucho más que una actividad económica. Es una forma de resistir, de vivir y de preservar una cultura que ha perdurado por siglos.
Diego Fabián, criador argentino, lo tiene claro: “Mi padre y mi abuelo me enseñaron a respetar la naturaleza y a cuidar de los animales como parte de nuestra cultura”. En su familia, como en tantas otras en la región andina, la ganadería camélida no es una opción: es un legado ancestral que atraviesa generaciones. Y es también una forma de defender un modo de vida que el cambio climático pone a prueba cada día.
Desde las zonas australes de Chile y Argentina hasta las mesetas de Bolivia, Perú y Ecuador, la cría de camélidos forma parte esencial del tejido social y ambiental de los pueblos altoandinos. No solo provee carne, lana y transporte; también sostiene una relación simbiótica con los ecosistemas donde estos animales han evolucionado. Son especies adaptadas a la altitud, a los suelos pobres y a las temperaturas extremas, y por eso mismo, se han vuelto claves para la resiliencia rural en contextos de crisis climática.
Conrado Blanco Mamani, criador chileno de 65 años, resume esa conexión con claridad: “La ganadería camélida no solo nos alimenta, sino que también es esencial para proteger el medio ambiente”. Su mirada va más allá del oficio: criar camélidos es una forma de custodiar un equilibrio natural entre el ser humano y su entorno.
Pero ese equilibrio está bajo amenaza. En Perú, Inés Flores, una de las más de 92 mil alpaqueras del país, enfrenta las consecuencias del cambio climático: sequías cada vez más largas, heladas más frecuentes y una reducción sostenida en la producción. “A veces sentimos que no podemos seguir, pero es nuestra forma de vida”, dice, mientras lidera el pastoreo junto a su familia. Su historia se repite en distintos rincones de la cordillera, donde mujeres y hombres resisten con prácticas tradicionales, pero también buscan adaptarse con nuevas tecnologías.
Los bofedales, humedales de altura esenciales para la alimentación y supervivencia de los camélidos, están colapsando por el avance del calentamiento global y por el uso insostenible del territorio. Estos ecosistemas, que filtran agua y permiten el crecimiento de pastos ricos en nutrientes, son el corazón verde del altiplano. Cuando se degradan, no solo desaparecen fuentes de alimento, también desaparece la base que sostiene la vida comunitaria.
En Bolivia, Roberta Rivera también se enfrenta a estas transformaciones. Las lluvias impredecibles, las sequías y los fríos extremos han hecho que criar llamas sea cada vez más difícil. Aun así, no se rinde. “Tenemos que ser resilientes, aprender nuevas tecnologías, pero nunca perder nuestras raíces”, afirma. La combinación entre saberes ancestrales y nuevas herramientas se vuelve clave para enfrentar lo que viene.
En Argentina, Diego ha comenzado a diversificar su producción combinando la crianza de camélidos con la siembra de quinua y papas. La agricultura sostenible no solo le permite reducir su dependencia de los animales, también protege el suelo y ayuda a mantener el ciclo de nutrientes necesario para que los pastos crezcan. Su estrategia refleja una transición silenciosa, pero poderosa: adaptarse sin traicionar la herencia.
La ganadería camélida no es solo una actividad rural. Es un bastión frente a la crisis climática, una práctica cultural milenaria, y un sistema de supervivencia en los paisajes más extremos del continente. Cuidar de estos animales es cuidar de la historia, del medio ambiente y de un futuro posible en las alturas.