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Influencers bajo presión tras controversias y leyes más estrictas en China

Kim Kardashian volvió a incendiar internet. Esta vez no fue por un look viral ni por un nuevo emprendimiento, sino por poner en duda uno de los hitos más documentados del siglo XX: el aterrizaje en la Luna de 1969. “Van a decir que estoy loca de todas formas. Pero entren a TikTok. Véalo cada quien por sí mismo”, lanzó la empresaria en un episodio reciente de The Kardashians, donde compartió con la actriz Sarah Paulson una colección de artículos y videos que la habrían convencido de que el alunizaje fue un montaje. Su comentario se propagó como pólvora y activó, incluso, una respuesta de la Nasa. “Sí, hemos estado en la Luna antes… ¡seis veces!”, escribió en X Sean Duffy, administrador de la agencia espacial estadounidense, intentando poner freno a la ola conspirativa amplificada por la celebridad.

La escena fue una demostración clara de cómo opera el ecosistema digital contemporáneo: una figura influyente cuestiona un hecho histórico, las redes amplifican el ruido y millones de personas reciben información moldeada por algoritmos antes que por evidencia. No es nuevo, pero cada episodio sube la temperatura del debate sobre la desinformación global y el rol de los llamados “expertos digitales”, que levantan teorías, diagnósticos o consejos sin formación formal en los temas que comentan. Fue justamente para enfrentar este fenómeno que la Administración del Ciberespacio de China (CAC) anunció una de las medidas regulatorias más estrictas del último tiempo.

La nueva normativa obliga a influencers y streamers chinos a mostrar públicamente sus credenciales profesionales para hablar de temáticas sensibles como salud, educación, leyes o economía. Plataformas como Douyin, Bilibili y Weibo deberán verificar títulos, exigir fuentes verificables y aclarar si el contenido proviene de estudios, informes, inteligencia artificial o simples opiniones. No es una recomendación, sino un mandato estatal. La intención declarada: combatir la desinformación que circula a diario en redes y que, en casos extremos, pone en riesgo la seguridad pública.

El publicista y académico de la Usach, Juan Francisco Ugarte, observa esta medida con matices. “En general se advierte un movimiento drástico y polarizador, aunque tiene sus pro y contra, dependiendo el contexto”, comenta. Entre los beneficios, destaca que “una medida como esta busca profesionalizar la información aumentando los parámetros de credibilidad en medios digitales, ‘protegiendo’ de cierta manera a los usuarios de los ‘expertos falsos’ (como la situación que se vivió con Kim Kardashian) e incentivando a las plataformas digitales a asumir una cierta responsabilidad activa en la moderación de contenido”. Pero esa no es toda la historia.

Ugarte advierte que esta política también puede transformarse en un mecanismo de censura. “Se puede notar que una decisión como esta representa una forma de censura tecnocrática o ‘filtro ideológico’. En un país con estricto control mediático como lo es China, esto puede utilizarse para silenciar voces críticas o perspectivas que no se alinean con la narrativa oficial”, afirma. Además, señala que medidas tan rígidas podrían impedir que experiencias personales valiosas —como la de alguien que supera una enfermedad y comparte su proceso— tengan espacio en la conversación pública por no cumplir con credenciales formales.

A nivel global, el académico es enfático: regular todas las redes sociales bajo una única normativa es imposible. “No, no es posible regular las redes sociales a nivel mundial con una única ley o entidad, sobre todo si pensamos en la soberanía nacional y diferencias culturales: Cada país tiene su propia legislación, Constitución, estándares culturales y sistemas políticos”, explica. Lo que puede ser considerado discurso peligroso en un territorio, en otro es visto como una libertad fundamental. Y ahí está la tensión: cómo equilibrar el combate a la desinformación sin aplastar la libertad de expresión.

En democracias occidentales, según Ugarte, la línea suele estar clara: se actúa cuando la información falsa constituye incitación a la violencia, fraude, difamación o un riesgo real para la salud pública. En ese sentido, teorías como “el alunizaje es falso” no entran en ese rango, aunque sean erróneas, mientras que consejos financieros engañosos sí lo hacen. “El riesgo de la regulación es que el Estado utilice la lucha contra la desinformación como pretexto para limitar la crítica política o la información incómoda, cruzando la línea hacia la censura”, concluye. Y así, entre conspiraciones virales, influencers hiperexpuestos y gobiernos endureciendo el control digital, el futuro de la conversación pública global sigue siendo un territorio en disputa.