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La violencia sexual infantil como emergencia nacional

Chile vive una de las crisis más duras y profundas de su historia reciente: la protección infantil está en jaque tras el aumento explosivo de denuncias por abuso sexual contra niños, niñas y adolescentes. Entre 2018 y 2024 se han registrado más de 114.000 causas, una cifra que refleja un crecimiento del 186% y que instala un escenario alarmante. Solo en 2023, las denuncias superaron las 40 mil, mientras estudios revelan que uno de cada cuatro niños en el país ha sufrido algún tipo de violencia sexual. En medio del Día Mundial de la Prevención del Abuso Sexual Infantil, conmemorado el pasado 19 de noviembre, la situación ha sido descrita sin medias tintas como una “emergencia nacional”.

Las organizaciones especializadas han insistido en que el fenómeno no es nuevo, sino que simplemente dejó de estar oculto. Juan Pablo Venegas, gerente de Incidencia y Asuntos Públicos de World Vision Chile, lo expresa con crudeza: “No se trata de episodios aislados; hablamos de una problemática que avanza en silencio y que sigue dejando huellas profundas”. Su advertencia no solo apunta a la gravedad del problema, sino al peso cultural que ha permitido que estos delitos se mantengan por décadas fuera de la discusión pública.

Para entender el aumento de denuncias, especialistas explican que las cifras no necesariamente responden a un crecimiento real del abuso, sino a una mayor capacidad para detectarlo. La psicóloga infanto-juvenil y académica de la Usach, Mariela Muñoz, lo plantea con claridad: “Me parece que el aumento de denuncias no responde únicamente a que hay más abusos que antes; sino que podemos estar detectando mejor que antes”. A su juicio, la mayor disponibilidad de información y la sensibilización social han permitido identificar señales que antes eran minimizadas o ignoradas por las familias, los colegios e incluso los organismos del Estado.

La académica insiste en que la violencia sexual no se limita al imaginario más extremo, sino que abarca cualquier conducta de connotación sexual por parte de un adulto hacia un menor. “Estamos accediendo a mayor información, por lo tanto, estamos más atentos a indicadores que nos pueden hacer sospechar y con esto activar alertas y denuncias de abuso sexual infantil”, explica. Sin embargo, advierte que este avance convive con una realidad estructural dolorosa: miles de niños crecen en soledad, sin adultos disponibles que acompañen, escuchen o identifiquen situaciones de riesgo. Jornada laborales extensas, estrés constante y la falta de apoyo estatal generan un caldo de cultivo para dinámicas abusivas que avanzan sin freno.

La falta de escucha hacia la infancia sigue siendo uno de los mecanismos más crueles de perpetuación del abuso. Muñoz lo describe como un problema cultural profundamente arraigado en la visión adultocéntrica: “Cuando nos movemos en visiones adultocéntricas… caemos en discursos de invalidación a niños y niñas, y entonces se generan dinámicas de abuso”. La especialista explica que muchos menores sí intentan revelar lo que les ocurre, pero encuentran respuestas que minimizan, dudan o desconfían, empujándolos a guardar silencio y reforzando una sensación de desesperanza e indefensión. A esto se suma una de las características más estremecedoras del fenómeno: la mayoría de los agresores pertenece al entorno más cercano del niño, dentro de su propia familia o círculo de confianza, lo que dificulta aún más la denuncia y la intervención temprana.

Frente a un escenario tan desolador, los especialistas coinciden en que la protección no puede recaer solo en profesores, psicólogos o médicos. “Todos como ciudadanos y sociedad somos responsables de cuidarnos y cuidar especialmente a niños y niñas”, enfatiza Muñoz. La psicóloga señala que esta responsabilidad involucra a cualquier adulto cercano: vecinos, tíos, apoderados, amigos. Todos pueden convertirse en el punto de ruptura que permite detener un abuso antes de que escale y deje secuelas irreparables.

El primer paso, dice la académica, es creer. “Es muy importante nunca cuestionar, ni dudar, sólo creer”, subraya, recordando que un niño que confiesa haber sido vulnerado ha atravesado un proceso emocional devastador para poder verbalizarlo. Acompañar, transmitir seguridad y actuar de inmediato son acciones cruciales. Dependiendo del rol de cada adulto, la denuncia en Carabineros, PDI, Fiscalía o Tribunales de Familia es indispensable para activar las redes de protección que ofrecen apoyo psicológico, social y jurídico. Estos programas especializados son clave para que los niños puedan resignificar lo vivido y avanzar en su recuperación. “La evidencia es clara sobre la relevancia de este tipo de intervención”, añade Muñoz, destacando el impacto positivo de la psicoterapia en la reparación emocional de las víctimas.

La crisis actual no deja espacio para la indiferencia. El país enfrenta una urgencia impostergable: proteger a la infancia exige educación, políticas públicas robustas y una responsabilidad compartida. La violencia sexual contra niños no puede seguir siendo un tema silenciado ni relegado al ámbito privado. Si Chile quiere mirar de frente su futuro, debe comenzar por cuidar a quienes lo representan.

Cómo el juego protege el desarrollo frente al exceso de pantallas

El juego ha sido históricamente reconocido como una de las principales vías para que los niños desarrollen habilidades cognitivas, sociales y emocionales. Así lo sostiene Unicef, que lo define como una de las formas más importantes de adquirir conocimientos en la primera infancia, mientras que la Superintendencia de Educación chilena enfatiza su rol para imaginar, explorar y expresar emociones. Sin embargo, este espacio esencial hoy se ve tensionado por un factor creciente en los hogares: el tiempo que los niños pasan frente a las pantallas. Según la Sociedad Nacional de Pediatría, en 2022 los menores en Chile permanecían entre 5,3 y 6,1 horas al día conectados, lo que representa más de un tercio de su tiempo despiertos.

Frente a la pregunta sobre si esta tendencia es perjudicial, Rodrigo Rojas, psicólogo y académico de la Universidad de Santiago, plantea que la clave no está en demonizar la tecnología, sino en regularla. Explica que en edades tempranas la exposición debe ser mínima: casi nula en los primeros dos años de vida, no más de una hora diaria entre los 2 y 5 años, y menos de dos horas en el rango de 6 a 10, siempre fuera del contexto escolar. El exceso, advierte, puede limitar experiencias fundamentales que solo el juego libre y simbólico puede ofrecer, como el desarrollo de habilidades sociales, la motricidad o la creatividad.

No obstante, no todo uso de pantallas es negativo. El académico de la Pontificia Universidad Católica, Valerio Fuenzalida, recuerda que existen programas infantiles con un fuerte componente educativo que aportan al aprendizaje socioemocional, la autoestima y la resiliencia. Series como Las Pistas de Blue o Bob Esponja, afirma, han demostrado trabajar con elementos vinculados a la neurociencia, ofreciendo a los niños herramientas para enfrentar emociones y obstáculos. A su juicio, el CNTV debería potenciar la producción y distribución de este tipo de contenidos en Chile, de modo que incluso puedan ser utilizados en el aula.

El riesgo, según Rojas, es que las pantallas reemplacen el espacio del juego libre, esencial en la construcción de la infancia. Cuando los niños exploran, corren, inventan historias o interactúan con otros, no solo se divierten, sino que entrenan la empatía, la cooperación y la resolución de conflictos. Varios estudios han demostrado que la sobreexposición digital se asocia a dificultades en el lenguaje, problemas de atención, alteraciones del sueño y menor capacidad de regulación emocional. En un escenario de rutinas aceleradas y padres con poco tiempo disponible, entregar un celular o una tablet se convierte en un recurso fácil, pero que a largo plazo puede traer consecuencias significativas.

Para los especialistas, el desafío está en recuperar y proteger el valor del juego en la infancia. Esto implica establecer límites claros al uso de pantallas, fomentar la supervisión parental y crear entornos que favorezcan la curiosidad, la exploración y la interacción social. “Proteger el juego es, de alguna forma, proteger la infancia”, concluye Rojas, recordando que invertir en esos primeros años significa construir una sociedad más sana, creativa y empática para el futuro.