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La otra cara del aire limpio en Chile

Chile lleva dos décadas avanzando en su batalla contra la contaminación del aire, y por primera vez existe un panorama tan completo como incómodo sobre lo que realmente respiramos. Un estudio publicado en junio de 2025 en la revista científica Atmosphere —titulado Current Status, Trends, and Future Directions in Chilean Air Quality: A Data-Driven Perspective— ofrece la radiografía más extensa hasta ahora: más de 180 millones de datos horarios recopilados desde 191 estaciones de monitoreo a lo largo del país, analizados por un equipo de la Universidad de Chile, el CR2, el Ministerio del Medio Ambiente y la Universidad del Desarrollo. La conclusión general es clara: la calidad del aire ha mejorado, pero el mapa sigue mostrando heridas abiertas, especialmente en el sur y en zonas industriales del norte y centro.

El académico Manuel A. Leiva, uno de los autores del paper, sintetiza la evolución con precisión quirúrgica: “Aquí ha mejorado la calidad del aire a lo largo de los años y la única forma de verificar eso es a través de información y monitoreo”. Su afirmación se respalda con cifras que hablan por sí solas. Santiago logró reducir en casi un 40% sus concentraciones máximas de material particulado fino desde comienzos de los 2000, mientras que la caída del dióxido de azufre ha sido especialmente notoria en polos industriales como Huasco y Quintero-Puchuncaví. El país, comparado consigo mismo, respira un poco más limpio. Pero comparado con sus propios desafíos, aún está lejos de un aire justo.

La investigación profundiza en una tensión que Chile no ha sabido resolver del todo: la desigualdad territorial del aire. Kevin Basoa, investigador del CR2 y funcionario del Ministerio del Medio Ambiente, lo expone sin eufemismos: “En el sur del país, el uso intensivo de la leña sigue siendo la principal causa de los altos niveles de material particulado, y no es un problema que se resuelve solo con tecnología”. Aunque existen normas recientes como la Ley de Biocombustibles, su implementación avanza con lentitud y se enfrenta a un arraigo cultural difícil de reemplazar. A eso se suma la compleja geoclimática del país, donde la influencia permanente del anticiclón del Pacífico genera estabilidad atmosférica y limita las opciones de dispersión. Tal como recuerda Leiva, “podemos reducir las emisiones, pero tenemos barreras geográficas y climáticas que no dependen de nosotros”.

Uno de los elementos más llamativos del estudio es la mirada crítica hacia la red de monitoreo del país, considerada la más grande de América Latina. Chile cuenta con más de 200 estaciones, pero solo 125 cumplieron el estándar mínimo de datos en 2024. Hay ciudades subrepresentadas, estaciones que miden apenas uno o dos contaminantes y territorios con sobrecarga de monitoreo debido a exigencias industriales. “Tenemos una red robusta, pero con oportunidades de mejora”, insiste Leiva, dejando claro que disponer de datos no es lo mismo que disponer de información significativa. Basoa suma otra capa al análisis al valorar el rol del Estado: “Esta red se construyó gracias a políticas públicas y decisiones del Estado. Es una herramienta excepcional, pero debemos cuidarla y mejorarla”.

El paper también revisita una discusión que Chile arrastra hace años: las llamadas “zonas de sacrificio” y la urgencia de volver a mirarlas desde la justicia ambiental. La investigadora Zoë Fleming destaca que, pese a los avances, los episodios críticos no han desaparecido y requieren un monitoreo más sofisticado: “La combinación de emisiones industriales y de quema de leña en Coronel y Talcahuano hace que todavía se superen las normas de PM2.5 en algunas ocasiones del año”. Basoa refuerza la dificultad de controlar episodios de SO₂ vinculados a procesos industriales que no muestran patrones regulares y demandan nuevas estrategias de fiscalización. Las brechas territoriales —entre norte minero, sur leñero y centro urbano— son parte estructural del problema.

Más allá del diagnóstico, el estudio propone un mensaje incómodo pero necesario: sin ciencia aplicada, no hay política pública efectiva. “Después de 20 años, recién estamos logrando que los estudios científicos no queden en un paper, sino que lleguen a la sociedad y a los tomadores de decisiones”, afirma Leiva, subrayando que esta investigación busca ser una herramienta real para actualizar planes de descontaminación, mejorar la red de monitoreo y orientar nuevas inversiones. Basoa añade un recordatorio para tiempos de negacionismo climático: “En tiempos de negacionismo climático, es importante valorar el rol del Estado y de las universidades públicas. Esta red, estos datos y estas políticas existen gracias al trabajo coordinado de lo público y lo académico”.

El equipo liberó su base de datos completa en la plataforma Zenodo, convirtiéndola en un recurso abierto que otros investigadores podrán utilizar, replicar y comparar. Para Leiva, este es un aporte exportable: “Tenemos un laboratorio natural que puede ayudar a mejorar la gestión de calidad de aire en la región”. Chile, pese a sus contradicciones, vuelve a situarse como referente en monitoreo ambiental. Pero la pregunta que queda flotando es si será capaz de transformar esos datos en aire limpio para todas las comunidades, no solo para algunas.

El mapa emocional de las pesadillas

Despertar de golpe, con el corazón desbocado y la sensación de haber estado atrapado en un peligro real, es un momento que muchos prefieren olvidar rápido. Pero las pesadillas, lejos de ser un fenómeno aislado o anecdótico, conviven con millones de personas en todo el mundo. La American Academy of Sleep Medicine estima que entre el 50% y el 85% de la población ha experimentado alguna vez este tipo de sueños vívidos y perturbadores. No importa la edad ni el momento de la vida: el miedo nocturno es un visitante inesperado que aparece cuando quiere y sin pedir permiso.

En Chile, así como en cualquier parte, la pregunta se repite: ¿por qué soñamos cosas tan inquietantes? Para despejar dudas, conversamos con Pedro Chaná, médico cirujano y especialista en neurología de la Universidad de Santiago, quien explica que las pesadillas están directamente ligadas a un proceso fisiológico del sueño. “Para interpretar las pesadillas, tenemos que entender que son parte del proceso fisiológico de dormir, normalmente durante la etapa conocida como de sueño R.E.M. en que hay mayor actividad del cerebro y hay movimientos oculares”, señaló a Diario Usach. En esa fase, el cerebro se enciende, las emociones se mezclan y los recuerdos se reorganizan, dando paso a escenarios intensos que pueden terminar en un despertar abrupto.

Chaná también profundiza sobre el rol emocional de las pesadillas. “Se asocia a la presentación de sueños vívidos y pesadillas, estos fenómenos se explican desde el punto de vista fisiológico, pero también tienen una representación psicológica para estar relacionados con mecanismo de adaptación emocional”. El especialista detalla que este tipo de sueños, cargados de contenido negativo, activan respuestas físicas como la sudoración y la taquicardia. A veces se recuerdan con claridad y a veces no, dependiendo del momento del ciclo en que ocurre el despertar.

Otro mito clásico vincula las pesadillas con lo que comemos antes de dormir. Y aunque suena a consejo que podría dar cualquier abuela, la ciencia ha intentado entender el vínculo. Un estudio de la Universidad MacEwan, publicado en Frontiers in Psychology, consultó a más de mil estudiantes sobre sus hábitos de alimentación y la relación con sus sueños. Los postres, dulces y lácteos fueron percibidos por los propios encuestados como los alimentos que más afectan la calidad del sueño y generan sueños “extraños” o “perturbadores”. El investigador Tore Nielsen afirmó a AFP que “sabemos que las emociones negativas experimentadas en estado de vigilia pueden prolongarse en los sueños. Probablemente ocurre lo mismo con aquellas que emergen a causa de trastornos digestivos ocurridos durante el sueño”.

Chaná coincide parcialmente con esa intuición popular, pero advierte que falta evidencia robusta: “Aunque no hay mucha evidencia científica, la cultura popular plantea la posibilidad de que algunos alimentos induzcan pesadillas, especialmente aquellos que contienen más contenidos grasos y retardan el vaciamiento gástrico o también el comer en forma excesiva”. El especialista agrega que estimulantes como ciertos fármacos o bebidas pueden exacerbar estos episodios, sobre todo cuando hay estrés o ansiedad acumulada.

Una pregunta clave es cuándo una pesadilla pasa de ser normal a convertirse en un problema. Chaná aclara que no se trata de algo “bueno” o “malo”, sino del impacto en la vida cotidiana. Si se hacen recurrentes o generan miedo a la hora de dormir, podrían indicar un trasfondo emocional que vale la pena atender. “En general, esto estaría representando fenómenos psicológicos o emocionales que están activando estos procesos o pesadillas”, puntualiza. Y aunque no existe una fórmula mágica para evitarlas, sí hay caminos para reducir su frecuencia: mejorar la higiene del sueño, bajar las tensiones acumuladas del día y hacerse cargo de las emociones pendientes.

Mientras la ciencia sigue buscando respuestas, la realidad es que las pesadillas nos recuerdan algo básico pero profundo: incluso cuando dormimos, la mente sigue trabajando, procesando lo que a veces no logramos enfrentar despiertos. Y en ese territorio ambiguo entre el descanso y el miedo, todos somos vulnerables.

Triptófano, dopamina y recuerdos: el poder oculto de la pasta

Un reciente estudio realizado por la Universidad IULM de Milán reveló que comer pasta puede generar niveles de felicidad superiores a los que provoca ver deportes o escuchar música favorita. La investigación, basada en el análisis neurológico y emocional de un grupo de participantes mientras degustaban un plato de fideos, mostró que esta experiencia va mucho más allá del simple placer culinario. La pasta no solo activa áreas del cerebro relacionadas con el placer, sino también zonas ligadas a la memoria, el bienestar y las emociones compartidas.

Durante el experimento, un 76% de los encuestados declaró sentirse feliz comiendo pasta y un 40% describió esta experiencia como “reconfortante y buena para el estado de ánimo”. Para muchos, el plato evocó recuerdos familiares y momentos compartidos con amigos, subrayando la poderosa carga emocional y social que puede tener la comida. Esta dimensión afectiva, según los investigadores, refuerza el impacto positivo de la pasta en el estado mental de las personas.

La clave detrás de este fenómeno podría estar en la biología. La pasta contiene triptófano, un aminoácido esencial para la producción de serotonina, conocida como la “hormona de la felicidad”. Además, el alto contenido de carbohidratos de los fideos favorece la liberación de dopamina y activa los sistemas de recompensa del cerebro, intensificando la sensación de placer. Así lo explicó el neurólogo Pedro Chaná, académico de la Facultad de Ciencias Médicas de la Universidad de Santiago.

Chaná señaló que este tipo de alimentos, al elevar la glicemia, disparan una respuesta química que el cerebro interpreta como placentera. Este efecto se ve amplificado por la memoria olfativa-gustativa, que activa el sistema límbico y puede transportar a las personas a momentos felices del pasado. En palabras del especialista, el bienestar que genera la pasta no es solo físico, sino profundamente emocional y sensorial.

Más allá de los datos bioquímicos, el estudio sugiere que compartir un plato de pasta puede ser una forma real de reconectar con la felicidad cotidiana. En tiempos donde el estrés domina, la ciencia respalda lo que la intuición ya sabía: un plato de fideos, además de sabroso, puede ser medicina para el alma.