Un operativo antidrogas dentro de un avión institucional de la FACh sacudió al país: cinco exfuncionarios fueron detenidos tras intentar trasladar ketamina desde Tarapacá a Santiago. Lo que parecía un caso aislado de corrupción en las fuerzas armadas, rápidamente encendió las alarmas por el creciente uso de esta sustancia entre jóvenes chilenos, y su conexión directa con redes de narcotráfico transnacional, como el Tren de Aragua.
La ketamina, originalmente un anestésico de uso veterinario y médico, ha mutado en su función: pasó de ser una herramienta clínica a convertirse en protagonista del carrete subterráneo. Según el Informe Nacional de Drogas 2023 del SENDA, su consumo —junto a otras drogas de diseño como tusi o éxtasis— ha crecido un 15% en la última década. La facilidad con la que puede administrarse (vía nasal, intravenosa, oral, entre otras), y los efectos que genera —una mezcla de sedación, disociación y alucinaciones— explican su boom en fiestas electrónicas, raves y espacios donde el escape es parte de la puesta en escena.
Aunque muchas veces se confunde con tusi, la llamada “droga rosa”, la ketamina es un depresor del sistema nervioso central, mientras que el tusi actúa como estimulante. Sin embargo, suelen mezclarse, potenciando los riesgos. El doctor Leonel Rojo, toxicólogo de la Usach, advierte que esta mezcla puede generar desde cuadros cardiovasculares hasta estados de inconsciencia o dependencia severa. En dosis altas —más de 15 miligramos—, la ketamina puede convertirse en una trampa irreversible. Y lo más grave, señala, es que los consumidores suelen ignorar cuánto están tomando.
Hoy, la droga que alguna vez fue instrumental para cirugías pediátricas, se mueve con códigos de rave y es difundida por redes donde ni siquiera se sabe lo que realmente se consume. En Chile, su clasificación está dentro de las sustancias más peligrosas. Que su traslado venga ahora incluso desde adentro del Estado, lo confirma: la crisis del control no es solo sanitaria o juvenil, también es institucional.