Despertar de golpe, con el corazón desbocado y la sensación de haber estado atrapado en un peligro real, es un momento que muchos prefieren olvidar rápido. Pero las pesadillas, lejos de ser un fenómeno aislado o anecdótico, conviven con millones de personas en todo el mundo. La American Academy of Sleep Medicine estima que entre el 50% y el 85% de la población ha experimentado alguna vez este tipo de sueños vívidos y perturbadores. No importa la edad ni el momento de la vida: el miedo nocturno es un visitante inesperado que aparece cuando quiere y sin pedir permiso.
En Chile, así como en cualquier parte, la pregunta se repite: ¿por qué soñamos cosas tan inquietantes? Para despejar dudas, conversamos con Pedro Chaná, médico cirujano y especialista en neurología de la Universidad de Santiago, quien explica que las pesadillas están directamente ligadas a un proceso fisiológico del sueño. “Para interpretar las pesadillas, tenemos que entender que son parte del proceso fisiológico de dormir, normalmente durante la etapa conocida como de sueño R.E.M. en que hay mayor actividad del cerebro y hay movimientos oculares”, señaló a Diario Usach. En esa fase, el cerebro se enciende, las emociones se mezclan y los recuerdos se reorganizan, dando paso a escenarios intensos que pueden terminar en un despertar abrupto.
Chaná también profundiza sobre el rol emocional de las pesadillas. “Se asocia a la presentación de sueños vívidos y pesadillas, estos fenómenos se explican desde el punto de vista fisiológico, pero también tienen una representación psicológica para estar relacionados con mecanismo de adaptación emocional”. El especialista detalla que este tipo de sueños, cargados de contenido negativo, activan respuestas físicas como la sudoración y la taquicardia. A veces se recuerdan con claridad y a veces no, dependiendo del momento del ciclo en que ocurre el despertar.
Otro mito clásico vincula las pesadillas con lo que comemos antes de dormir. Y aunque suena a consejo que podría dar cualquier abuela, la ciencia ha intentado entender el vínculo. Un estudio de la Universidad MacEwan, publicado en Frontiers in Psychology, consultó a más de mil estudiantes sobre sus hábitos de alimentación y la relación con sus sueños. Los postres, dulces y lácteos fueron percibidos por los propios encuestados como los alimentos que más afectan la calidad del sueño y generan sueños “extraños” o “perturbadores”. El investigador Tore Nielsen afirmó a AFP que “sabemos que las emociones negativas experimentadas en estado de vigilia pueden prolongarse en los sueños. Probablemente ocurre lo mismo con aquellas que emergen a causa de trastornos digestivos ocurridos durante el sueño”.
Chaná coincide parcialmente con esa intuición popular, pero advierte que falta evidencia robusta: “Aunque no hay mucha evidencia científica, la cultura popular plantea la posibilidad de que algunos alimentos induzcan pesadillas, especialmente aquellos que contienen más contenidos grasos y retardan el vaciamiento gástrico o también el comer en forma excesiva”. El especialista agrega que estimulantes como ciertos fármacos o bebidas pueden exacerbar estos episodios, sobre todo cuando hay estrés o ansiedad acumulada.
Una pregunta clave es cuándo una pesadilla pasa de ser normal a convertirse en un problema. Chaná aclara que no se trata de algo “bueno” o “malo”, sino del impacto en la vida cotidiana. Si se hacen recurrentes o generan miedo a la hora de dormir, podrían indicar un trasfondo emocional que vale la pena atender. “En general, esto estaría representando fenómenos psicológicos o emocionales que están activando estos procesos o pesadillas”, puntualiza. Y aunque no existe una fórmula mágica para evitarlas, sí hay caminos para reducir su frecuencia: mejorar la higiene del sueño, bajar las tensiones acumuladas del día y hacerse cargo de las emociones pendientes.
Mientras la ciencia sigue buscando respuestas, la realidad es que las pesadillas nos recuerdan algo básico pero profundo: incluso cuando dormimos, la mente sigue trabajando, procesando lo que a veces no logramos enfrentar despiertos. Y en ese territorio ambiguo entre el descanso y el miedo, todos somos vulnerables.