Mientras la violencia escolar se convierte en una preocupación global, algunas comunidades educativas parecen haber encontrado una vía alternativa y radicalmente distinta: la prevención desde la raíz. En lugar de reaccionar ante el bullying, lo evitan. Y no lo hacen con manuales o charlas aisladas, sino a través de un sistema que cultiva el respeto, la autonomía y la empatía desde los primeros años de vida. Es el caso del Colegio Epullay, en Chile, uno de los centros Montessori más consolidados del país, con más de 30 años de trayectoria.
La propuesta Montessori no ofrece soluciones mágicas ni protocolos reactivos. Lo que propone es un diseño integral del entorno, donde cada detalle; desde la disposición del mobiliario hasta la actitud del adulto, está pensado para favorecer la autorregulación, la convivencia armónica y el desarrollo de la voluntad ética. En estas salas no hay gritos ni comparaciones, no hay premios ni castigos. En cambio, hay silencio, respeto, cooperación. “Lo primero que sorprende al entrar a una sala Montessori es la calma. Pero lo más profundo es la manera en que los niños se relacionan entre sí: con amabilidad, con ayuda mutua, sin necesidad de competir”, explica Paulina Bobadilla, guía y directora de la Casa de los Niños en el Colegio Epullay.
En este contexto, el respeto no es una asignatura: es un lenguaje común. Se expresa en los gestos cotidianos; al pedir ayuda, al esperar un turno, al cuidar el material, y está sostenido por adultos que modelan esa conducta constantemente. “No se trata de controlar a los niños desde afuera, sino de acompañarlos a construir su propio equilibrio interno. Eso es lo que Montessori llama autodisciplina”, afirma Bobadilla.
Esta metodología parte de un principio poderoso: los niños no son recipientes a llenar, sino sujetos capaces de construir su desarrollo si cuentan con un ambiente adecuado. Y ese ambiente incluye orden, belleza, silencio, libertad y relaciones basadas en la dignidad. En un espacio así, no hay lugar para el bullying. No porque se reprima, sino porque no germina. “Los niños no son comparados ni calificados. Cada uno trabaja a su ritmo y elige lo que necesita. Esa autonomía reduce la ansiedad, el resentimiento y la necesidad de sobresalir a costa del otro”, agrega la educadora.
Cuando surgen conflictos, y siempre surgen, se viven como oportunidades de aprendizaje. En lugar de castigos, hay conversaciones. En lugar de señalar culpables, se trabaja con la reparación. Los niños aprenden a nombrar lo que sienten, a pedir perdón, a escuchar sin interrumpir. “No enseñamos habilidades blandas como si fueran extras. Son parte del día a día, de cada interacción. La paz no se enseña: se practica”, afirma Bobadilla.
Pero esta mirada no se queda dentro de la escuela. El enfoque Montessori también ofrece claves simples y efectivas para que las familias transformen sus casas en espacios de paz y respeto. Desde ofrecer entornos ordenados y accesibles, hasta hablar con claridad y sin violencia, pasando por modelar la resolución de conflictos o permitir el juego libre y el contacto con la naturaleza, cada gesto suma. “Los niños aprenden observando. Si nosotros pedimos perdón o cuidamos una planta con cariño, ellos también lo harán”, dice la directora.
Frente a una cultura educativa que muchas veces enfatiza la obediencia y el control externo, Montessori propone algo más difícil pero también más revolucionario: la formación del carácter desde adentro. Confiar en los niños, permitirles equivocarse, darles responsabilidades reales, acompañarlos sin humillar. Todo esto construye un ser humano que no necesita dañar para afirmarse, ni tolera ser dañado sin alzar la voz.
En tiempos donde la violencia escolar se multiplica y las respuestas se sienten insuficientes, el enfoque Montessori recuerda que la paz no es un decreto: es una forma de vida. Y que, como toda forma de vida, se cultiva desde la infancia, todos los días y en todos los espacios.