En Arica, un caso judicial aparentemente menor terminó convirtiéndose en un precedente para la convivencia digital en Chile. La Corte de Apelaciones resolvió que una vecina del condominio Terrazas del Alto debía ser reincorporada al grupo de WhatsApp de su edificio, tras haber sido expulsada por decisión de la mitad de sus vecinos. El tribunal consideró que la medida vulneraba su derecho a ser informada y participar en los asuntos comunitarios, al haberse transformado el chat en el principal medio de comunicación y deliberación del condominio. En otras palabras, el grupo de WhatsApp no era solo un espacio social: era, en la práctica, la nueva asamblea vecinal.

“El grupo de WhatsApp, aunque informal, se ha constituido en la práctica como el medio de información, deliberación y votación de las decisiones internas”, estableció la resolución judicial. Con esa frase, la Corte no solo resolvió un conflicto puntual, sino que también reconoció algo más profundo: la digitalización de la vida comunitaria ha llegado a un punto donde la exclusión virtual puede equivaler a una exclusión real. En la era de los teléfonos inteligentes, ser silenciado en un chat puede significar quedar fuera del vecindario.

La socióloga Teresa Pérez, académica de la Universidad de Santiago e investigadora del Centro de Estudios Migratorios (CEM), explica que este tipo de conflictos no son meramente tecnológicos, sino culturales. “El lenguaje escrito, sobre todo cuando es informal, se presta a malas interpretaciones. No todos tienen las mismas habilidades para expresarse digitalmente, y eso genera confusiones, malentendidos y conflictos”, señaló en conversación con Diario Usach. Para Pérez, el problema no está en WhatsApp ni en la hiperconectividad, sino en la falta de normas y educación digital.

“Estos canales debiesen iniciarse con reglas explícitas, compartidas por todos. Y cuando se incorpora un nuevo miembro, es necesario resocializar esas normas constantemente”, enfatizó. La académica sostiene que los grupos vecinales —como los de condominios o colegios— son microcosmos de la sociedad: reproducen dinámicas de liderazgo, exclusión y conflicto. En ese sentido, sugiere crear una suerte de reglamento de convivencia digital, que defina los objetivos del grupo, la veracidad de la información compartida y los mecanismos para resolver desacuerdos sin llegar a la expulsión.

El caso de Arica también reveló vacíos en la forma en que se toman decisiones dentro de las comunidades. La expulsión de la vecina se votó con un 50% de apoyo, lo que para Pérez es insuficiente. “Un 50% no es una mayoría. La votación debe tener reglas claras: si será mayoría simple, calificada o 50% más uno. Estas definiciones son esenciales para legitimar decisiones y evitar arbitrariedades”, comentó. Su análisis expone una paradoja del mundo digital: mientras la tecnología facilita la participación, también puede amplificar la desigualdad cuando no existen mecanismos transparentes.

Pérez advierte que la exclusión digital puede ser emocionalmente dañina. En contextos donde el grupo de WhatsApp es el único canal de comunicación, la expulsión puede afectar el bienestar de la persona y la cohesión del grupo. “Incluso quienes no estuvieron de acuerdo con la exclusión pueden sentirse censurados o temerosos de expresar sus opiniones”, señaló. Para evitar este tipo de fracturas, sugiere que los municipios apoyen con programas de orientación digital que entreguen herramientas para la convivencia y resolución de conflictos en línea. “No se trata de formalizarlos, sino de darles reglas básicas que otorguen seguridad y sentido comunitario”, añadió.

El fallo de la Corte de Apelaciones no solo reinsertó a una vecina en un grupo de chat; también encendió una conversación sobre cómo habitamos los espacios digitales en comunidad. En una época donde los pasillos, las plazas y las juntas de vecinos han sido reemplazadas por pantallas, la justicia chilena reconoce que el mundo digital también es territorio cívico. “Estamos frente a una extensión del espacio público en formato digital”, concluyó Pérez. “No se trata de demonizar el WhatsApp, sino de aprender a habitarlo con empatía, responsabilidad y normas claras”.